Ciudad que se apaga
Una
ventana se abre. No es alguien sino el aire. La ciudad ha sido evacuada. Es el
silencio y no los derrumbes su mayor devastación. Solo entonces se altera la
fábula. Solo entonces asoma su personaje, herbario, grácil. Se echa a andar,
fuera de su recogimiento ensimismado. Sale a buscar un reflejo. Sale a buscar
una mirada. Una mirada de alguien capaz de hallar en las pupilas –Hay tanta
melancolía acumulada, que se hace luz pero no lágrima–. Un atisbo de alguien
capaz de encontrar en los ojos –Es tanta la alegría refrenada, que se ha hecho fulgor
pero no gracia.
La aparición de edificios desocupados anticipa un murmullo. Hacía
falta esta soledad materializada para sentir la incisión de anhelar un
hallazgo. Qué puede dar en reciprocidad sino otra mirada dispuesta a buscar –Son
tantas las líneas quebradas en los espejos que refractan la faz develada.
Hacía falta esta fluidez de susurros sin diálogo para
increpar su orbitar taciturno. Su mensaje no halló nunca un buen parto,
simplemente estallaba. Y es en el ámbito del mensaje donde su cruel
singularidad lo resquebraja. Ahora, en esta ciudad de calles vaciadas, sucede
tras de sí la reverberación del signo disipado. ¿Es solo Narciso en espera de
Eco? ¿Maldita incompletud? ¿Marchito deseo?
La ciudad deshabitada parece el escenario de su lenta danza,
acompasada apenas por un hálito de concreto. Ni siquiera resuenan sus pasos, pausados,
como todo lo que el aire leve descalza.
Hacía falta esta soledad tectónica. Hacía falta este susurro
telúrico. Ser el eco. Ser la arista corpórea donde otros mensajes estallan. Reciprocidad
fortuita. Interminable andanza en esta ciudad que se apaga.
Imagen: Detalle de "Sanguínea", mixta sobre papel, 22 x 28 cm, 1997. Intervención digital