A m a n t i s

“Cómeme porque muero de hambre”, parecía querer decirme con su mirada animal emanada de su carnosidad turgente.
    Así lo hice.
    La devoré después de lamer sus cráteres.
    Como si la lengua fuera un pincel, barnicé de saliva cada estría de ese frutal fragante hasta sentirlo palpitar a punto de eruptar su lava sanguínea.
    Con mi saliva mojada de su saliva, lavé sus lisuras y rugosidades y desprendí con mis dedos su cáscara suave, hasta advertir la rojiza humedad de sus profundidades.
    La devoré y fui devorado por cada porción de su carne. Como si sus aberturas quisieran disponer de dientes y lenguas, apretaban y rozaban con avidez mis músculos y extremidades.
    La devoré y la vomité completa para hacerla surgir nuevamente, transformada, desvanecida, renaciente.
    Su cuerpo tendido, después de la deglución, conformaba la paz de un paisaje donde el tiempo recomienza. Calma posterior a la génesis.
    Para qué discurrir si su hambre había prorrumpido de un largo ayuno o de una indigestión de cuerpos insulsos.
    Para qué deducir si yo no era más que el portador de una piel nueva en su vieja ceremonia.
    Solo podía intuir, en esa composición de paz, la reciprocidad autófaga de la carne: “Cómeme para devorarte”, con la anuencia mórbida del impulso vital.
    ¿No es allí, en ese mordisco de la muerte, donde la vida se manifiesta cual es?
    Fuera del trance, no solo se manifestaba ardiente sino ardida; y, al deglutirme ella a mí, no quiso devolverme más que como deyección.
    Morí en su intestino, en su vientre; pero también me sentí renacer a través de su esfínter: Fui su mierda florecida.
    …Solo los amantes se rehacen, ¿no es cierto?

 
    










Canción: Ana D, "Los amantes", de su espléndido Satélite 99