n e t a b u n d o



Hay que aprender a quererse, como se aprende a caminar y correr después de tropezar y caerse. Circulamos en radios tan pequeños y hay tanto ruido alrededor, que a veces parece difícil moverse o ya no sabemos distinguir el silencio. Nos enferman los otros, cuando uno solo se enferma de sí. Hay que aprender a quererse, a sí mismo y a otros, no obstante. Evitar que ese ruido nos deje en silencio, evitar que el silencio nos haga requerir el ruido que nos distrae de nosotros. Mas cuándo ocurre el silencio. El ruido es el de nuestros pensamientos. Por eso hay que aprender a quererse, a recomponer la sonoridad que llevamos adentro.
    Si manoteas feliz, corres el riesgo
de quedarte solo. Muchos nada más saben quererte si estás caído, como el pájaro lastimado con hemorragias de cielo. Por eso, hay que aprender a quererse, cuando estás feliz y ridículo.
   
Si te crees místico, atraes la debilidad de ponerte cursi. Se dice que cuando se renuncia al amor uno está preparado para amarlo todo, pero sabemos qué sentido subyace en el fondo: uno, más bien, está preparado para transformarse, para transmigrar, para morir –si nada se destruye sino cambia de forma inequívocamente–. Pero no se renuncia al amor, se renuncia a la ley. Entonces, se es libre y nada puede confinar la mente, ni siquiera ese resquemor por la muerte,  ni esa fruición de la morbidez, ni mucho menos ese desamor ni esa orfandad de siempre. Por eso y mucho más, hay que aprender a quererse. Cuando te pones misterioso y cursi.
   
Hay que aprenderlo aunque nadie nos lo enseñe. Hay tanto ruido alrededor. Hay tanta gente que precisa de nuestros signos. Hay tantos y tantas, otras y otros que requieren haber aprendido a quererse. Por ellos retomo una ignota paráfrasis: “Nadie nos enseñó a amar sino a sobrevivir, y aun así solo conocimos nuevas formas de morir”; para valorar la fase abyecta de las intoxicaciones, transitarla y comprender qué es liberarse. Predomina el placer mórbido de vivir sobre una ilusión de la vida que incluye sus transmutaciones; por eso, emprender ser libre es aprender a quererse.

    …Pero a quién escribo esto. Qué generosa voz enunciará estos signos. No soy yo. No es el espantapájaros. No es el árbol sin halo. No es el hombre sin falo. Un eco, no más: “hay que aprender a quererse”.




Imágenes: Variaciones de "Las sombras bailantes", neomural anónimo y desautorizado en las paredes de la Escuadrón 201, en las inmediaciones de Méshico Tecnochtitlan, 2007.

La paráfrasis referida es sobre unos versos de Javier Corcobado, de su "Orquesta de perros", y la retomo de un texto que escribí en alguna vida anterior, tal cual el lado reverso y perverso de este, algo así como "hay que aprender a odiarse".