Una luz que se abre
Pienso si
la belleza puede representarse como algo que ocurre en el cuerpo; no solo adventicia
o privativamente sino en una síntesis abarcadora de sinapsis orgánicas y significaciones,
como una especie de bucle que desciende y se remonta en una vibración
intrínseca y extrínseca, de lo tangible a lo intangible, de la forma al
intelecto, de la subjetivación a la objetivación, y así de manera constante. Aun
cuando algunas palabras puedan designarla, induce a magnitudes inefables donde se
tiende a retroceder; retornarse después de haber presentido su precipicio, como
en una revelación perturbadora o suave, y distinguir entre su excentricidad o
su elucidación…
Eso pienso sin pretender mayor consistencia –adentro-siempre-adentro–.
Por fuera la llovizna palpa el cristal, la neblina contrae la autopista, la luz
se quiebra en los bordes y todo resulta legible. Las muchachas me miran y sonríen
con gentileza, las señoras me dirigen sus palabras con elegancia inusitada en
estos lares –cómo es que no me temen ahora, cómo es que no las ahuyenta mi
carne–. Retomo las hojas y me reconcilio con la inteligencia del hombre,
articulada en frases susceptibles de repetirse en este coro hermoso de la
carretera en trance.
Una excitación me sobrecoge súbita y pienso en esa otra deidad
manifiesta en los cuerpos, su arrebato de aroma, su turgencia sanguínea, su
irrigación de saliva, la concatenación rítmica y su contemplación jubilosa… Ah,
entonces quisiera ser una bestia enternecedora, compenetrarlo todo y convenirme
grácil; formar parte del rizo, como una extensión de esa helicoide perenne.
Aparto los ojos, condesciendo conmigo mismo… ¿“Fue mucho haber
amado, haber sido feliz”? La belleza embiste incesante. Su embeleso, etiernamente renovable. Su intersticio,
una luz que se abre.
Imagen: De la serie "Incisiones/Minimales", tinta mixta sobre papel, otoño de 2016. Intervención cromática, 2017