Luz meñique
Me imagino que caminas parsimoniosa entre
la calurosa disolución del día, tratando de bruñir una sonrisa de algodón en la
quebradiza contención de tus pupilas, pero una lágrima equilibrista cae y se
hace trizas vuelta mil esquirlas que salpican tus mejillas –de algodón– cuando
un eco resuena brutal: los alaridos de mamá y el silencio estentóreo de papá;
tus diminutas fantasías estropeadas con ganas de disgregarse a través del
bosque donde brega la noche.
Los
niños trasquilan pedazos de sol; patean una pelota, como dioses de guiñol que hacen
rodar el mundo a puntapiés ansiando vitorear un gol y el sometimiento de los
otros.
Las
niñas relamen el aderezo picante donde zambullen rodajas de cielo, como corros
de cachorros pundonorosos e insaciables.
Y tú no sabes
dónde estar. Las imágenes insomnes del manoteo doméstico son un espectro que
nubla tu recreo.
Pequeña deidad
escurridiza, revelas que la vida es para celebrarse y subsiste tu esplendor al
soplar una hebra volátil después de posarse en tus dedos.
Pequeña luminosidad
inexpugnable, sublevas la polución de tu entusiasmo y un destello de humedad
hace que el día vuelva a ser la acuarela prometida por el astro que palpita en
la deflagración sutil de tu alegría.
Imagen: "Nárima", del archivo familiar.