Tras esa larga noche que ha durado un año. La Ayotzinapa colectiva



Un hijo nunca muere, aunque te lo maten. Aunque te lo maten una y otra vez, un hijo no puede morir así nomás, por desaparecer.
         Tras un año, tras esa larga noche del 26 de septiembre que ha durado un año –una noche de 365 días más los que nos sigan mortificando–, padres y madres continúan buscando a sus hijos o clamando por los que mataron –estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, ubicada en el km. 14 de la carretera nacional Chilpancingo-Chilapa, en Guerrero, México; estudiantes de la dignamente célebre Normal de Ayotzinapa, largamente vejados igual que los otros tantos de estudiantes de las escuelas normales rurales del país.
         Los ciudadanos, a su lado, buscan –o esperan– la certidumbre categórica de lo que ha pasado y una reparación íntegra.
         No es que a éstos no les interesen los hijos ni a aquéllos la explicación verdadera, sino que ocurre un entrecruzamiento primordial: la esperanza de la vida y la exigencia de justicia. Cruce atroz de la magnitud del acontecimiento y de la acción impostergable en torno de la cosa pública.

         Lo menos que podemos hacer como ciudadanos es acompañar a estas madres y padres, familiares y compañeros estudiantes –cuántas veces, antes, los dejamos solos–. Acompañarlos pero sin dejar de lado que su reclamo atañe a la obligación de participar en la construcción de nuestra sociedad la cual debemos asumir en nuestras manos –en el ser, en el poder y en el saber.
         Cuál es nuestro papel como actores en escenarios diversos, tal vez ninguno más que el de ciudadanos. El de discernir que bastan las motivaciones para reconocer una causa común.
El gobierno federal no ha logrado refutar la denuncia más severa de los padres y estudiantes de Ayotzinapa –y de gran parte de la ciudadanía–: “Fue el Estado”. La dimensión del acontecimiento; la articulación oscura de factores y circunstancias coyunturales; la pesadez de un proceso largo que nos hizo despertar esa noche de la que aún no hemos despertado, nos obligan a reiterar que fue, ha sido y es el Estado.

Para muchos, algo raro pasó durante el segundo semestre del 2014 después de septiembre. En las redes, los diarios, en los distintos espacios donde se vierten los opinaderos o donde se mezclan el ruido con la sensatez; desde Guerrero, desde Sonora –con los niños incendiados en la guardería ABC–, desde todos lados de este país ensangrentado y del mundo no menos colapsado, se nos reveló que los mexicanos somos heterogéneos, diversos y complejos pero nos asemeja estar expuestos y condenados a la anulación sistemática a que nos sentencia el Estado –por su acción y por su omisión–. El Estado, en abstracto; pero también en sus despliegues concretos: los órdenes de gobierno, los poderes, el Ejército –al haberse corrompido impunemente–; las políticas públicas o la falta de políticas públicas –al resultar contrarias a la nación impunemente–; el ejercicio fallido de gobierno –al franquear con desdén a la ciudadanía impunemente–; las dependencias; los presupuestos; los gastos… Todo resonó tras esos nombres silenciados; todo asomó tras esos rostros difuminados; todo se articuló en esas voces de estudiantes y padres forzadamente politizados (–a diferencia de muchos de nosotros, ellos no tienen oportunidad de quedarse con los brazos cruzados, nada más esperando que el tiempo transforme algo de lo que decimos ya no soportar).
Para otros, algo nada raro pasó durante el primer semestre de este 2015: otra vez el silencio, el vacío o desvío informativo, la apatía, la disminución del entusiasmo, el carpetazo –solo aparentemente, entre unos, porque los protagonistas directos no han cejado de buscar, junto con quienes no han dejado de acompañarlos–; hasta que, por un lado, la tendencia cívica a conmemorar aniversarios volvió a hacer sonar el caso.
         Un detonador menos trascendental pero más trascendente que la memoria cívica ha sido el Informe Ayotzinapa: La “investigación y primeras conclusiones de las desapariciones y homicidios de los normalistas de Ayotzinapa” presentada por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) –Alejandro Valencia Villa, Ángela María Buitrago, Carlos Martin Beristaín, Claudia Paz y Paz Baile, Francisco Cox Vial– el pasado 6 de septiembre, una vez concluidos los seis meses de plazo “inicial”; un documento que debemos leer y que presentan como “una oportunidad de retomar el rumbo de la investigación, la búsqueda y la atención a los familiares y otras víctimas”, y que ofrecen esperando “que sirva de aprendizaje no solamente sobre el caso Ayotzinapa, sino para ayudar a enfrentar la problemática de la desaparición de personas en México”. Documento que debemos leer para transitar desde la impresión horrorosa ante el acontecimiento hacia la comprensión paulatina de los elementos que lo constituyeron, y finalmente hasta el reconocimiento cabal del proceso largo que nos ha traído a este momento en que nuestros rostros se confrontan y nuestras voces se reconfortan descubriendo tristemente que somos nos/otros; superar la conmemoración cívica para fundar la memoria histórica de los pueblos que viven la historia desde abajo y juzgar así al responsable directo: El Estado; y exigir y cuidar que no suceda nunca más. Transitar, pues, del anecdotario terrible a la justicia del pueblo.
         En fin, cuando hay tanto qué decir se corre el riesgo de quedarse callado o de no decir lo necesario… Mas sobre Ayotzinapa nadie debe callar; en este caso el silencio resulta más inaguantable que el ruido que tantas veces ha impedido escuchar con claridad.
         
         Justicia y certeza presupuestal para las escuelas normales rurales del país.
         Justicia y vida digna para los trabajadores del campo.
         Justicia y verdad para las víctimas de Ayotzinapa.
         Justicia y reparación para las víctimas del Estado.




Imágenes: Durante la marcha del 26 de septiembre de 2015, a un año de los crímenes de Iguala; Ciudad de México.