Saudade, vuelve a casa esta noche, tu familia te espera con un plato de corn flakes [frag.]

Esa tarde Saudade salió con pianos y serruchos flotando en sus pensamientos, como si su cabeza fuera una pecera portátil de peces que ya no quieren vivir. Suponía una huída sin equipaje, con la congoja de no regresar. Sin estaciones. Sin aeropuertos ni terminales. Sin casa de amigos; sin la del hermano ni la de la madre. Sin fotos ni mejores recuerdos. Sin el libro inconcluso ni el cuaderno de apuntes. Solamente lo propio para ir por la calle. La risita del hijo, los gritos de la mártir, las reprensiones de los parientes políticos y las aprensiones patrilineales irían desfragmentándose como élitros de una fruta cristalizada contra la violencia del aire.
Saudade todavía bajaba las escaleras sombrías del condominio y ya presentía volver; pero quiso ser fuerte, corresponder al saludo del vecino y disimular cualquier lágrima.
El aroma a gasolina del sol se derramaba en sus sienes, ante la vida incesante que no podía esquivar en la calle. La ciudad exudaba su granulación acidulada que poco a poco iba ardiendo en el cochambre del asfalto.
Adónde iría. Dónde había dejado su libertad antes de casarse. Bastarían un par de bolsillos vacíos. “Pagué todas mis deudas y mi oportunidad de amar.” La violencia sutil de la hojarasca y del polvo sabría cómo desollarlo y venderlo a cualquier perro callejero. La lucha empezaría esa tarde, fuera del hogar de ruidos rotos de platos, de reclamaciones y sedantes sin madrugadas. “Yo no quiero volverme tan loco.” El cereal con leche consumido. La pila de platos con huesos y servilletas. El olor a pañales y la ropa sucia postergándose. “No necesito a nadie, a nadie alrededor.” ¿Por qué no hay flores en las macetas? ¿Por qué falta cebolla en el refrigerador? ¿Dónde está el cepillo? ¡Me hace falta un zapato! La vida se compone de cosas pequeñas, asimismo se destruye por pequeñeces. Arden las pupilas, pica el paladar. Caen las cortinas, se quiebra el ventanal. Todas las larvas se ponen tristes y quieren claudicar, pero acaso la vida guarde una sorpresa más. Todas las fantasías pierden su chiste y el desayuno es un funeral que fastidia. Todos, todos los amigos se quieren divorciar.
Saudade sentía una fumigación entre las axilas y el páncreas. Qué sería de esa noche. Qué ángeles acudirían a la cuna de su hijo. Qué sueños le traerían una sonrisa la mañana siguiente. Cuánto tiempo lo esperaría hasta comenzar a llorar exigiendo su mamila y el primer cambio del día. Advertiría que ya no está papá. Qué haría ella, qué maldición reconstruiría, qué tristeza mojaría de flemas el teléfono para quejarse con la suegra. Era el final, la ruptura de un círculo más vicioso que el del sol terrenal. O era el comienzo; la vida había estado suspendida, como un calcetín olvidado en el alambre...
Aparece Silvia Pinal vestida de señorona y espeta: "Saudade nunca pensó que sería parte de esto. Sin duda había escuchado siempre que el matrimonio es la peor parte del romance, sobre todo cuando no se planifica. Pudo soportar un poco más de dos años, pero la paciencia ya se había agotado. Allí comprendió a los hombres, se solidarizó moralmente con sus congéneres, incluso con su padre, de quien siempre escuchó que había sido un irresponsable hasta creérselo, no sólo por haberlo visto pocas veces, sino por las versiones de su madre. Ahora él iba por allí, a merced de la calle. Bastaba esa pasión, ese despecho; ¿acaso no era eso un exceso?; ¿por qué no volver, dar la vuelta, colgar el sombrero? No. Basta. Los hombres nacieron para ello, en cualquier lugar del mundo y aquí, en México, la ciudad de la esperanza. Son los malos, irresponsables y ebrios. Son los insensibles, los fríos, los violentos, los intransigentes, los machos. La playera a rayas es un buen uniforme de macho holgazán y coyoludo. Qué decir de los pelos largos, de los bigotes mal rasurados, de los dedos amarillos de nicotina y de las revistas guardadas en el baño. Qué decir del culo de las vecinas que miran de soslayo. Del coito que buscan más en las ventas por TV que entre camisones pedorreados. Qué decir del chancleo rutinario que se escucha cada noche cuando se levantan al baño carraspeando mortandades de ángeles. No. Basta. Los hombres nacieron para esto: para largarse. Saudade, los hombres son ruines por pereza."


[¿Volverá a casa Saudade? ¿Concluirá su plato de Corn Flakes remojado con lágrimas? Averígüelo... cuando salga el libro]