Contra el amor [3]

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Plantear un amor libre, después de tantas tribulaciones, quizá se interprete como una débil condescendencia con la monogamia promiscua, o como la voltereta torpe de moralinas añejas. Pero no es en la oposición de esos dos términos donde ocurre la libertad, sino en la dislocación o la abolición del sistema que los interseca. Ni asumir la condición de monógamo ni ejercer las variedades de promiscuidad, dispuestas ordenadamente en las casillas blanquinegras del tablero, valen para liberarse del juego autómata, sino la clarividencia con que uno se desprenda de sus movimientos. Liberarse uno mismo de la red de arbitrariedades convencionales con que se nos domestica y de la esfera donde se decrece, y entender cómo se coloca el titiritero de los signos que nos tejen. Deshilvanar las tramas con que el poder –o el pudor– se urde y se ejerce relacionalmente.
   

Se ama ser libre –De quién. ¿De la palabra amor y sus representaciones como normalidad positiva? ¿de la culpa atávica y matriarcal?, ¿del juicio inveterado y patriarca?, ¿de la insatisfacción rutinaria y desprovista de ritual?, ¿de la violencia y la coerción disimuladas?, ¿de la subjetividad y la sujeción?; es decir, ¿de uno mismo y de los otros? (‘Únicamente se es libre en la orfandad’, leí por ahí)–. Se ama la libertad de ser –¿la de quien ama y nos ama a la vez?      
    Amarse libres no es sino la conjura contra el hechizo programático del amor. Amar la libertad no es sino la cura de esa castración, castrante y ablatoria a la vez. La conspiración de la carne contra las leyes del alma.
    Algo así parecieran chirriar esos pájaros que se van y que vuelven otra vez. Cuántas jaulas para los pájaros ha construido la gente. Mas, cuánto cielo para crecer.
  
¿Sexología ficción, sin embargo? ¿Falosofía de la praxis, no obstante?