Hacedores de climas
Las luces del alma se han puesto en contra del sol en
un rincón de la casa mojado de alcohol y todos los crímenes de la adolescencia
vienen flotando como cadáveres sobre la pupila dilatada de la vida. Pero
alguien toca la puerta; alguien quiere entrar; acaso no sepa que esta morada es
sombría. Pero quién se asoma por la ventana, como si quisiera ser parte de la
llovizna. Es un rostro distinto, lejano de toda melancolía, sin esa canción
amarilla que escribimos manchados de droga. Acaso no sepa que hemos vivido en
el patio trasero de un manicomio, pintando y haciendo dibujos, pensando y
hablando con metáforas próximas a la poesía. Acaso no sepa que fuimos hacedores
de climas, constructores de espantapájaros y casas vacías. Es un rostro de niña
que se mimetiza con el clima a pesar de ser distinta –¿Y ese alguien que toca
la puerta insistentemente? ¿Vendrá huyendo de un perro salvaje? ¿El perro viejo
de las pesadillas? ¿Estará borracho? ¿Querrá algo? ¿Un vaso de agua? ¿Limosna?
¿Querrá entrar porque sabe que ésta es su casa? ¿Será ella su hija? ¿Es el
príncipe que sueña con ella o que ella ha soñado? ¿Qué ropas trae? ¿Qué aspecto
tiene? Toca, igual que si fuera domingo, igual que si estuviera muy lejos el
miércoles. Pero ella no voltea, tan sólo mira a la calle. No, a la llovizna.
Parece una planta de hojas bellas y flores hermosas. Sí, ya lo veo; es el
rostro de la melancolía, pero por qué se veía distinta, como si su faz no fuera
una jaula para el canto celeste de los pájaros. Es vespertina, se mimetiza con
la llovizna. Al mismo tiempo se escucha el toquido en la puerta. ¿Qué quiere?
¿Es un hombre? ¿Es alguien de la familia? La casa parece una mujer ensimismada,
una anciana. ¡Es el manicomio! Nadie ha desbrozado el jardín. Nos estamos
llenando de hierba. Es tiempo de lluvia. Limpien el portón. Ese carromato es
tan viejo. Por qué no han tirado esos juguetes. Miren, es el árbol de siempre;
luce descuidado, como el abuelo que nos sacó del mar y nos regaló un caballo.
Yo siempre he vestido de blanco, ahora estoy desnudo. ¡Y mi melena? Estoy
rapado, seguramente mis párpados son verdes. Y ahora esas voces. Las
habitaciones vacías. Huele a caca de gato. Nadie toca la puerta. Adónde fue el
rostro de la ventana. Las luces del alma son plantas de sombra, sólo viven con
agua, por eso les gusta que llueva. El ombligo me duele, no quiero tenerlo. Los
trabajadores se ríen, silban, cantan, disfrutan el día; es de mañana. ¡No! Hace
rato era de tarde y algunos dibujábamos mientras pensábamos una canción y en
tomar el café y en dejar el cigarro… ¡No
tengo una oreja! ¿Me llamo Van Gogh?
Un mal texto para seguir diciendo "cómo no
amar a Van Gogh" (y a tantos otros —Artaud, por ejemplo—). Es de una
serie titulada Manicomio púrpura de la tarde o Manicomio de la tarde
púrpura —o algo así—, escrita en 2002, aproximadamente, y cuya elaboración recuerdo
con agrado: Supongo que estaba leyendo las cartas a Theo, acababa de terminar
la universidad, trabajaba de corrector de estilo free-lance. En las
mañanas me sentaba a revisar las planas. Para hacer las anotaciones tenía unas
plumas de colores magníficos, con ellas fui escribiendo los textos de la serie
a la par que dibujaba, mientras hacía una pausa. La habitación se transformaba
en una casona de paredes altas y patios enormes, llena de gatos, helechos y
restos de juguetes de fierro —como los de antes—, con un árbol de laurel en el
centro —era la casona de mi infancia, allá lejos, en el país de los abuelos—,
habitada por hombres solitarios —más deprimidos que locos—, a quienes el arte
servía de pasatiempo y terapia. Los domingos recibían la visita de chicos
voluntarios, y les mostraban lo que habían pintado en la semana. Mientras
trabajaba, escribía y dibujaba todo aquello, por la ventana de enfrente asomaba
el rostro de una chica, la cual se volvió una musa innominada de todos mis
locos imaginarios, quienes fueron estableciendo el juego de ponerle un nombre,
una historia, una razón para asomarse a vernos. Claro, ahí estaban hospedados
Van Gogh, Artaud, Altazor, Quijano y otros. Al acabar mi jornada me iba a reunirme con
un amigo fotógrafo con quien pasé un año, por lo menos, de bohemia absoluta en
las cantinas y calles del Centro. Él se fue a Londres y yo no pude alcanzarlo como
estaba planeado: una linda muchacha me detuvo en las encrucijadas de la carne a preguntarme por algún rumbo, no supe qué contestarle pero me volví padre de una niña hermosa que llegó del mar.
Cambió la rutina, mis locos se dispersaron, algunos se suicidaron y otros se
recompusieron —yo, por lo menos, me siento plenamente curado—, la chica de la
ventana quizá se deprimió al no vernos jamás, qué sé yo. Esta serie de textos
fue lo último que escribí con satisfacción antes de una época de sequía
bastante extendida. Hoy es sábado, ha cambiado el clima repentinamente, hace
falta ese amigo que se fue a Londres, hace falta esa chica de enfrente, no
estoy con mi hija, no están mis locos, los gatos fantasmas desordenan la casona
de mi ánimo, pero estoy curado y saldré al museo. En fin, tampoco hacía falta
esta glosa. Vi la película Loving Vincent, lloré profusamente y volví a
decirme: "Cómo no amar a Van Gogh", "cómo no amar a quienes
nadie ama".
Canción: Don McLean, "Vincent (Starry Starry Night)"