Ema


Sus ojos tienden la tristeza que hienden todas las strippers, pero a veces lo advierte y hace una mueca de perversidad. Su piel es un tejido de pétalos que la vida ofrece como inmarcesibles. En sus labios es caduca la palabra soledad y no deja que otros labios se estacionen si conocen las canciones que titulan sus pantanos. Su cuerpo es una fruta que late perfumes de látex sobre zapatillas de plataforma. Está vestida ahora  –la desnudez ya es un páramo habitual– y a sus manos llegan a comer todas las golondrinas con sus trajes anacrónicos de gala.
Yo soy un espectro torpe, taciturno en las estaciones del amor, como un árbol que se arranca las hojas para ahuyentar a los pájaros; pero ella mira mis ojos cuando baila, busca en ellos el papel desechable para sus lágrimas y se disfraza de cuchillo penetrando la voluptuosidad de algún aroma. Sabe que no voy a pagar, que ni siquiera preguntaré su nombre, que no me importará quedarme fluctuando una vez más, mirándola arrojar sus vísceras al suelo de las inundaciones, con una frase batida de miel amarga y de alucinaciones.
Sus ojos hienden la tristeza que tienden todas las strippers, pero a veces se da cuenta y saluda con la lengua. Cualquier pollito peligra en sus manos porque sabe que en la ternura debe haber perversidad.


Imagen: De la exposición Vapor. Accidente colectivo, Foto Museo Cuatro Caminos, Méshico, 2016. 
Fotografía digital