Ema
Sus ojos tienden la tristeza que hienden todas las strippers, pero a veces lo advierte y
hace una mueca de perversidad. Su piel es un tejido de pétalos que la vida
ofrece como inmarcesibles. En sus labios es caduca la palabra soledad y no deja que otros labios se
estacionen si conocen las canciones que titulan sus pantanos. Su cuerpo es una
fruta que late perfumes de látex sobre zapatillas de plataforma. Está vestida
ahora –la desnudez ya es un páramo habitual– y a sus manos
llegan a comer todas las golondrinas con sus trajes anacrónicos de gala.
Yo soy un espectro torpe, taciturno en
las estaciones del amor, como un árbol que se arranca las hojas para ahuyentar
a los pájaros; pero ella mira mis ojos cuando baila, busca en ellos el papel desechable
para sus lágrimas y se disfraza de cuchillo penetrando la voluptuosidad de
algún aroma. Sabe que no voy a pagar, que ni siquiera preguntaré su nombre, que
no me importará quedarme fluctuando una vez más, mirándola arrojar sus vísceras
al suelo de las inundaciones, con una frase batida de miel amarga y de
alucinaciones.
Sus ojos hienden la tristeza que tienden
todas las strippers, pero a veces se
da cuenta y saluda con la lengua. Cualquier pollito peligra en sus manos porque
sabe que en la ternura debe haber perversidad.