Olor a muerto


Beber el agua; apartarla en nuestros ojos. Recoger la tierra; guardarla entre papel estraza. Sentir el nubarrón; agacharse manchados de nube. Lubricidad de simbolismo anquilosado, deshaciéndose, en lenta expiración como un ave caída fuera de la lumbre. El humo espeso. El olor a muerto.  El raciocinio que nos hace mendigar un trozo de palabra. No estamos vivos, no estamos muertos… Solo somos la voz que transmuta el silencio.

–Ya no descifro los mordiscos. Ya no quiero penetrar la roca líquida, eruptar lava y abrir los ojos en pleno desierto. Ya no quiero el sueño ígneo, ni el hueco frío al que antecede.

La débil fuerza con que la frente fue soplada. El barro que se escurre ante la mortandad de lluvia. Los ríos que esperan el náufrago de cada noche. El diluvio que ha tragado nuestra barca.

–En dónde estoy. Con quién. Con qué fuerza me derribo, con cuáles me levanto.

El canto inmerso en la niebla. El manto húmedo y venéreo. La soledad progenitora. Los pies cruzando labios del abismo. La hierba que se amarra al cuerpo lleno de espinas y de lunas muertas. La caída. El doloroso suelo. El dolorido sueño. El despertar y la creencia inerte, castrada, escupida con sangre verdosa de rabia.

–No estoy vivo, no estoy muerto; solo soy un silencio.

Beber el agua, hasta inundar su laberinto, hasta orinar su transparencia. La tierra, su carne erógena, susceptible de volverse lodo. La pareja está rota, el apareamiento fue vedado en nuestra cueva.


Imagen: Detalle de "Supragarabato 0997", tinta mixta sobre papel estraza. 1997.