La vida privada de los tinacos


Escucho a lo lejos –desde el centro del cuarto– el llanto jadeo de una niña mujer, como el chillido angustiado de un animal forzado a los desgarros del cuerpo; pienso en ello y me asomo a la ventana esperando ver algo; pero desde la ventana solo recibo una ráfaga de ruidos e imágenes; techos soleados y los movimientos de una anciana que pareciera no escuchar lo que a mí me ha sobresaltado; vuelvo a la quietud del cuarto y sigo escuchando ese llanto de forcejeo y quebrantamiento, o del arrebatamiento de una simple suavidad de labio; imagino una lucha de brazos, un instante de vida que se retuerce en el suelo, un instante de muerte que no debería ocurrir nunca más. Escucho los pasos de alguien arriba, supongo que esos tacones también se han inquietado. Qué suceso trágico estará traspasando los visillos de nuestro aislamiento. Qué hacer. Cómo evitarlo. ¿Es solamente un asunto privado? Me asomo otra vez y pienso en la vida privada de los tinacos que pueblan el paisaje. En la violencia que irrumpe el sosiego matinal de un día de descanso. En el amor feminicida de los machos. En la condena fratricida de las feministas. Leo simultáneamente sobre el "trastorno de agresividad pasiva", en un blog, y el último reportaje en torno de un asesinato al cual las autoridades del carajo buscan negar la evidencia del género violentado. Sigo escuchando. El llanto ha callado. Ahora se escuchan los autos lejanos que rompen el aire a cientos por hora, los pájaros, un perro enclaustrado, los tacones de arriba y el silencio del cuarto. Hasta que el llanto emerge en forma de voz, de grito, de reclamo, de llanto. Qué habrá pasado. Qué violencia acecha la cotidianidad del desencanto. Pienso en las mujeres condenadas a mi trato –¿Soy "autocrítico" o solo ocurre un trance momentáneo de maceración?–, mi "miembro viril", mi terraplén de significados harto machistas. Leo simultáneamente sobre "la inteligencia, la ternura y la maravilla" desplegada en 700 páginas que componen la biografía de Szymborska –una novedad editorial traducida al castellano–. Pienso en que conocí la "poesía transparente" de Szymborska gracias a la mujer madre de mis últimos hijos –los gemelos que en ese entonces no podría haber vislumbrado–; que la leí fascinado en el café de una librería a punto de volverme el hombre ausente, eterno como un vacío, fuera de casa todo el día hasta romper mis últimos lazos. Pienso que ahora sigo siendo aquel toxicómano que contamina el amor, que se fue de casa y no ha regresado; que cuando volvió la casa ya no estaba, el silencio la había derrumbado. Pienso en mi hija y su pubertad. Pienso en ella y en la vulnerabilidad de ser víctima. Cuántas veces la he vaciado. Recuerdo a su madre y el litigio de habernos desamado. Ahora solo cantan los pájaros. Los ruidos concurren en el vecindario de al lado. El chasquido intermitente del Circuito. Los perros encadenados. El silencio del cuarto. (La imagen del crimen cotidiano se ha traspapelado en los pensamientos, como si la mente fuera un periódico deshojado.) Debo asearme y vestirme. Asear este cuarto y vestirlo de limpidez. "Aprovechar" el descanso. Salir en un rato. Visitar a mi hijo, mirar a su madre y tratar de solventar el ensimismamiento, la tribulación.
 
[Con honor a Zambra, en el título]
Imagen: "Radiografía crepuscular". Fotografía digital. 2015