Inconclusa [Frag.]

Miras la flama del encendedor como a una vida lejana en mitad de la cama. El alba se derrite en tu rostro y la noche se moja los pies en tu sudor. Afuera, en la ventana, espían todos los otoños y el viento es un animal corpulento que ha matado por celos. Miras el humo y descifras sus vértebras. Luego ves los zapatos y piensas que son dos perros fieles echados en la alfombra. Miras el cuerpo desnudo, su fragancia es un color sin nombre, su mutismo una carencia que agradeces. Adviertes el dolor disminuido de tu sexo. La quietud obscena del calor... Es tan coloquial el amor. Las imágenes fueron espurias. Cierras los párpados y quieres olvidar todos los poemas. Aquella tumba de pétalos en una cajita de fósforos. El espantapájaros instalado en mitad de un corazón. Aquellos artefactos que la sangre tiñó de púrpura. Toda esa iconografía particular no sirve. Las metáforas se desuellan en la salmuera tibia de la sábana. Estás allí con quien no conoces, sin arriesgar el ser ni arrojar tu soledad hacia otra parte. A quién le importa que amanezca, a quién le importa el otro día. El tiempo, en esa habitación, es una anciana acariciando un gato, una niña postergando la lección de piano, esperando que un relámpago costure el pubis hendido de la oscuridad y que alguna prueba de equilibrio seque la última lágrima. Adviertes lo que piensas, te da risa, enciendes otro. Vuelves a mirar la flama. Te sumerges. La belleza ya no existe. Solamente el sabor monótono del alquitrán. ¿De dónde se formó el insomnio? Cierras los ojos, con el día sobre tus párpados. Te aferras al cigarro. Se ha movido ya el colchón, como un ser vivo que despierta. Lo apagas. Vuelves a ser cómplice de la respiración. Mal aliento. Escuchas un susurro. Un mugido luengo. Tus ojos ya no arrancan. Ahora tienes sueño. Ahora todo es fragmentario. Te sumerges. Por fin tu cuerpo se deshace y una bruma sensorial te suspende. El telón cae. Ahora duermes.