TODOS LOS TRENES VAN A LA NOSTALGIA
Hablar del ferrocarril es un asunto de nostalgia. Lo pronuncia la memoria –esa muchacha vespertina– mientras riega sus paisajes con ocasos de óxido y aromas autumnales de humedad. Cuando esculca en sus cajones y despiertan los fantasmas australes, los trasgos del nolvido que en vez de espanto dejan una imagen de melancolía.
Ah, los trenes. Fauna de hojalata que horadaba los ladridos, como alfiler de cobre atravesando ese horizonte blando y corpulento, con su racimo de nubes a punto de expandir su púrpura.
Los trenes, imantados de polvo y estridencia, con rostros transitorios y adioses instantáneos. Siguen murmurando, descarrilados en la memoria, donde una vía es la vértebra que la sostiene recostada sobre el piso. Aquellas vías del Sur, en la costa de la infancia.
Nunca hubo abordaje, nunca se supo a qué sabía el viaje. Lo perfecto era escucharlo, gradualmente, sin noción de sus horarios; dejar la pelota o el caballo de palo, correr a buscarlo, sentarse a mirarlo pasar o sentirlo temblar mientras se paraba a tomar el aire en Nancinapa, la estación en mitad de las hojas de mango; cuánto duraba, todo era instantáneo.
En Pijijiapan se percibía distinto. Allá el tren era un vagón marchito, anquilosado, inmóvil, fumando crepuscular y furtivo, taciturno, innombrado. Con la melancolía maldita de un adicto, con la tristeza sepia de un indocumentado, de un perro que se fue de casa, hurgando en los basureros del equilibrio, a 34º y una sombra de frescor como un hueco en las calles empedradas. En Pijijiapan los vagones eran un rincón perdido, con secretos de cannabis y esperanzas de fuga.
Más hacia el mar había otro, de ululación imaginaria y vías de plástico cuya cuerda descompuesta permitía moverlo con la mano. Un trenecito con tres o cuatro vagones, para jugarlo sobre la cama. Ah, el trenecito de mi hermano.
En general el tren era como el mar: un ruido omnipresente, cómplice de la soledad inerme de la niñez acidulada; admirable por dentro y peligroso por fuera.
El tren se comía becerros, el tren desollaba caballos, el tren era un demonio con impulsos de carne, fálico, serpentino y ocre. Nos hizo emigrar nuevamente. El tren fue un pretexto del fracaso. Nos alejó de los columpios y nos llevó a morir al mar. Pero todavía es un deseo, todavía la fuga es una orden del instinto, todavía debo subir en madrugada, a las 5:00 menos cuarto, mientras todos duermen.
Ah, los trenes. Fauna de hojalata que horadaba los ladridos, como alfiler de cobre atravesando ese horizonte blando y corpulento, con su racimo de nubes a punto de expandir su púrpura.
Los trenes, imantados de polvo y estridencia, con rostros transitorios y adioses instantáneos. Siguen murmurando, descarrilados en la memoria, donde una vía es la vértebra que la sostiene recostada sobre el piso. Aquellas vías del Sur, en la costa de la infancia.
Nunca hubo abordaje, nunca se supo a qué sabía el viaje. Lo perfecto era escucharlo, gradualmente, sin noción de sus horarios; dejar la pelota o el caballo de palo, correr a buscarlo, sentarse a mirarlo pasar o sentirlo temblar mientras se paraba a tomar el aire en Nancinapa, la estación en mitad de las hojas de mango; cuánto duraba, todo era instantáneo.
En Pijijiapan se percibía distinto. Allá el tren era un vagón marchito, anquilosado, inmóvil, fumando crepuscular y furtivo, taciturno, innombrado. Con la melancolía maldita de un adicto, con la tristeza sepia de un indocumentado, de un perro que se fue de casa, hurgando en los basureros del equilibrio, a 34º y una sombra de frescor como un hueco en las calles empedradas. En Pijijiapan los vagones eran un rincón perdido, con secretos de cannabis y esperanzas de fuga.
Más hacia el mar había otro, de ululación imaginaria y vías de plástico cuya cuerda descompuesta permitía moverlo con la mano. Un trenecito con tres o cuatro vagones, para jugarlo sobre la cama. Ah, el trenecito de mi hermano.
En general el tren era como el mar: un ruido omnipresente, cómplice de la soledad inerme de la niñez acidulada; admirable por dentro y peligroso por fuera.
El tren se comía becerros, el tren desollaba caballos, el tren era un demonio con impulsos de carne, fálico, serpentino y ocre. Nos hizo emigrar nuevamente. El tren fue un pretexto del fracaso. Nos alejó de los columpios y nos llevó a morir al mar. Pero todavía es un deseo, todavía la fuga es una orden del instinto, todavía debo subir en madrugada, a las 5:00 menos cuarto, mientras todos duermen.