Aprendiz de animal solitario y de plantas venenosas, camina entre despojos inhóspitos de la abyección. A sus dieciséis años percibe la vida como una botella rota reverberando lastimosa en mitad de un desierto acostumbrado a matar, o flotando abúlica sobre las olas púrpuras de una mar sudorosa. Vende su amor transeúnte como un producto que desconoce; idea corpórea, no participa en las ceremonias erógenas más que con el muerto circuncidado de su religión. No dialoga jamás con sus víctimas; no tolera ningún vínculo con mascotas. En su mochila sólo guarda una nube vacía, cristal de ventanas con la luz apagada, estaciones apresuradas envueltas en papel como frutas amargas forzadas a madurar. No lo juzgues si una noche lo desnudas ante tu cama o en el asiento trasero de tu soledad; es sólo una espina recostada en un pétalo –si acaso te gustan esas metáforas–; una hebra de esa belleza que nunca comprenderás.