Aŭgusto

Agosto y los ecos

—¡Hola! ¡Queda alguien más aquí? —Estoy harto de estos ecos que parecen responder como la ilusión de que alguien de verdad sucediera; y de ese Narciso que agoniza en su reflejo, desilusión óptica de su completitud… Estoy harto de ello pero no puedo evitar volver a gritarlo de nuevo:
    —¡Hola! [¡¡¡uola-uola-ola-ola…] ¡Queda alguien más aquí? […aquíe-auíe-aúie-uei] —Estoy aburrido de mis pensamientos, y de este sinsentido de mi aburrimiento…    
    —Ola, cómo me has traído aquí… en este naufragio, con todos estos restos…
    —Hola, Ola, ¿ha salido el sol de nuevo o son las luces de la noche que reverberan iluminándolo todo? Estoy un poco desorientado, fuera del tiempo…
    —Parque, cómo no caminar sin voltear atrás, sin volverse a mirar ese contoneo, esos cuerpos que se van sin detenimiento, a precipitarse lejos, como aerolitos que se vuelven carbón después de haber traído fuego…
    —¡Hola? ¿Ola! ¿Me arrastrarás de nuevo? …Ahora hace un buen momento para estar a gusto, aun con lo que ya no tengo o nunca tuve y no tendré nunca. Aun con lo que ya no quiero…
    —¡Aló? —No me quejo, solo me aburro como burro atravesando las inmediaciones de la eternidad… Hemos estado solos tanto tiempo, con tanta sobriedad acumulada que ya se exudan nuestros fermentos. Ayer todavía se resentía la melancolía de la temporada pero hoy ya no; ahora hizo un buen momento para espabilarse y salir por ahí, a deambular tangenciales mientras que iba pasando un tren cargando los trozos que ha dejado el tiempo…
    A gusto, sí.


Agosto y los papalotes

Casualmente he visto fotos documentales y reconozco esos lugares. Desde esos manglares se alcanzaban a avistar los papalotes papaloteando en el azul insondable con sus tizas de nube y sus muescas de sol, hasta que irrumpían los nubarrones de la tarde y se desgajaban las gotas de a litro para dejar solamente un aroma inolvidable. Quien llega a sentir ese aroma no lo olvida jamás: vuelve una y otra vez, cuando se intenta pintar una acuarela sin asunto preciso o se apagan los ruidos y las señales muchos años después…
    Aquellos niños confeccionaban sus cometas con sus propios dedos. Parecía asequible y fácil: papiro sinensis, pegamento, un bollo de hilo completo, con raquis y peciolos de las palmas cocoteras que abundaban por ahí. Lo más importante era elegir los colores del papel, con una cola bien larga que ondeara con el aire. Era un magnífico saber el de esos niños voladores de papalotes hechos con sus propias manos y sus caudales de tiempo.
    Suelos de tierra. Paisaje. Solo por eso merecía la pena estar vivo. La pena de vivir, inextricable. Nadie sabría que solo quería escapar, no dar la vuelta; la bicicleta podría arrancarme de todo lugar. Esas calles de tierra, esas canciones que querría componer y cantar, esas beligerancias: todo aguardaba una escapatoria. Merecía estar vivo –sí, a gusto–, mas no queda nostalgia. Simplemente esas cosas no volverán a ninguna tarde. Menos presentía que todo lo que alcanzara a decir serían fragmentos de un mismo monólogo sobre cómo se va fraguando un monstruo, una búsqueda del interruptor en la oscuridad, una búsqueda de anestesia en la noche, un after interminable. A gusto, sí.


Agosto y los maizales

Los días y las tardes contiguas al océano se volvían bien terráqueas con sus maizales. Las alboradas y las vísperas contenían elotes verdes alrededor de todas las tracciones estelares y salitres. Los tamales de elote, las cazuelejas de maíz rociadas de azúcar, café caliente. Solo por eso la pena merecía librarse. Disponer de elotes en decenas de costales, mirar cómo se vertía la masa líquida, envolverla en las mismas hojas de las mazorcas, poner las pailas enormes en la lumbre durante horas de impaciencia imperturbable, esperar a que se enfríe un poco, comer, cada día, a cualquier hora, con café, y nada más importa entonces. El maíz, cómo dudar de que el maíz es esencia y de que la naturaleza verde y placentaria es la única y verdadera cosa materna.


Agosto y la performa de los rayos

Al frente se desataba la performance de los rayos como latigazos martirizando aquel roble. Valía la pena ese temor de estar vivo, nada más importa después. La flora del cielo o el performance de los rayos… Era más que ensayo de luz viajera. Algo más que cicatriz y conmoción de cielo. Se rompían los ojos, como un nervio. Videncia de tormentos pacíficos. Enfrente. No tan lejos. Yo estoy sentado a la mesa y miro los rayos surtir aquel roble magnífico. La lluvia hace su ritual y yo estoy sentado, sintiendo, observando. Sí, a gusto.


 

Agosto pluvial, torrencial e inundado

No, no queda nadie más aquí. Cuántos diluvios nos arrastraron y terminaron por apagar el mundo. Donde estemos ahora, ¿merece la pena estar vivo? Supongamos que sí. A gusto. Solo eso, sí.

 

Agosto sabe cómo se fragua un monstruo

—Calle, a ti te hablo ahora: Cómo caminar sin voltear atrás, sin volverse a mirar ese contoneo de los cuerpos que pasaban de largo. Cualquiera de esas historias aparecía visible… Pero vaya libre, que este iba a ser un mensaje feliz, como un festejo para celebrarlo. Celebrar esos cuerpos bailantes que desaparecieron sin olerlos de cerca siquiera, esos rostros que sonrieron y luego fruncieron el ceño simulando ver el cielo, lejanos y alejados de suponer que soy un monstruo, un monstruo de papalotes, de maizales, de diluvios, de relámpagos. Un monstruo que fue madurando y decreciendo hasta llegar a esto, fraguado a cada crepúsculo con su propio reflejo y su eco, como un Narciso agónico… Sería un mensaje feliz pero siempre lo obstruye un sentimiento añejo del cual quisiera uno aliviarse sin más medicamento… Calle, a dónde llevas a toda esta gente que pasa tan próxima de mis pupilas y tan lejos de mis papilas… Cómo no voltear,
            a gusto, sí…                                                              

 
 
Arcade Fire, "Half Life I", The Suburbs, 2010