Majo

Mayo despertó oyendo campanadas a lo lejos. Durante un largo lapso creyó estar en el barrio; aquel barrio de barro donde creció escuchando gatos y campanarios; los gatos que fueron sobrepoblando la madrugada y los tañidos que irrumpían cada cuarto de hora. Semidormido, en el sopor y el letargo, creyó estar en la casona de las orfandades donde sus ropas fueron poniéndose cortas cada vez más mientras que sus cabellos se fueron dejando largos en contra de todo.


    Mayo recapacitó y reconoció estar en la casa de lo ahora acá. ¿No había puesto atención en esas campanadas antes? También ha escuchado un tren, pero esa sería otra historia… Mayo está concentrado en los campanarios de barrio. Cómo es que las iglesias invaden incluso el espectro sonoro. Como lo hacen los camiones y alguien que pasa gritando a nadie, o a todos, a quien sea. Siempre suceden cosas así, en lo afuera, pero ya no había escuchado campanadas anacrónicas.
    Mayo ve atrás. No quizo pasar otra madrugada más escuchando gatos sobrepoblar el insomnio ni campanadas cuartearlo. De madrugada atravesó la noche; en la fisura kilométrica de una carretera que se alargaba, elástica pero pesada, donde fueron pasando las estaciones, fría, calurosa, mucho frío, demasiado calor, hasta cuando la mañana estaba instalada, para comenzar a crecer con la ropa ajustada, ni corta ni holgada, lejos, apartado de las mismas madrugadas sónicas de siempre; sin retornos.
    Mayo había olvidado esa sonoridad que aprovechaba la oscuridad para magnificarse perceptible. El letargo lo devolvió a esas horas. Qué más recordar de entonces: nada, no queda nada, hasta los nombres se borran. Los camiones pasan. Los gritos se callan. No queda nada de aquello, en la casa de lo ahora, en lo acá, en lo adentro, ni siquiera el eco de esas campanadas. Tal vez no existan, eran solo fantasmagoría que traiciona, letargo reminiscente.
    Mayo despierta por fin, lejos, a solas. Acá está su casa. Llueve, ahora, sin retornos.