lunes post lunar

Los pájaros vienen a desordenar la luz y el polvo de las hojas, a picotear los colores del día y el espesor estoico de las horas; solo basta escuchar la incisión de sus cantos para echarse a volar o volverse la miga que hurgan. Los escucho, los imagino, los pienso…
   Pienso en cada elemento de esa composición que me arroba. Entonces pienso si tú vendrás
un día así, a revolotear y a revolver el polvo de mis hojas; a querer descifrar una nota escrita sin continuación –insignificante ahora pero que, para entonces, habrá destilado un sabio carácter de enigma, añejada en la minúscula eternidad de esta casa atemporal amueblada de ucronías y habitada no más que por el hueco del hombre incierto, lóbrego e impertérrito en la edad vesperal del advenimiento. ¿No era yo un chico sin terruño, quien se fue de noche a teñir el cielo?
   Escucho a los pájaros llegar y pienso en
cómo serías, si no estás, salvo en el pensamiento vaporoso e informe que alteran el murmullo de tantos eclipses sonoros e instantes sin evocación precisa.
   Pienso en los ladridos que ocurren allá lejos y en el ruido del refrigerador que, por un momento, se antepone protagónico; entonces rememoro la casa de los abuelos, el rumor de aquel refrigerador que tanto postergaron aventar a los restos del envejecimiento… y otra vez el carillón de San Roque, el coro gemebundo de los gatos en celo. ¿No era yo un niño taciturno que inventaba voces?
   Pienso en todo eso y no sé si vendrías, cuando yo también haya transmigrado y sea, nada más, una impresencia intangible en la luz que se escurra sobre las plantas y los pertrechos que ahora me corresponden.
   Pienso en las voces sin rostros que no veo, cosas que caen sin determinación, sirenas que se precipitan, motores –un avión–, el ruido impertinente de un elevauto, percusión de platos que alguien lava en la vecindad contigua, un ladrido más, alguien que silba entretanto y residuos espurios de ciudad que –durante un intervalo insospechado– ha interrumpido el scratch de su velocidad, como si una catástrofe estuviera por pasar o la calma, por fin, hubiera comenzado a brotar en mis ánimos. ¿No era yo un revolvedor de trasgos y espectros en la soledad del día?
  Pienso en los borbollones del agua que hierve, en la vociferación de mis razonamientos y en el soundtrack de imágenes editadas en la mente y en cómo sonarían tus párpados al nadar en la luz de los pájaros que se van y que vuelven.
   Entonces pienso en tanta sonoridad, afuera y al interior de mi cerebro: Para quien está dispuesto a escuchar, la música no se apaga nunca. El paisaje sonoro transcurre ininterrumpidamente. La mente no cesa. Aunque la palabra se suspenda, la sonoridad nos circunda…
  Pero, oh, cuánto tiempo sin hablar verdaderamente. Cuántas vidas sin enhebrar nuestras voces, nuestras manos, nuestra alegría común, nuestros cuerpos. Cuánta imposibilidad sonora de mi pensamiento. ¿No era yo el espantapájaros de ciudad asomándose a ver la luz de las casas adentro?  
  Los pájaros vienen a hurgar en la melancolía. Acaso no les

importa si es lunes, ni que anoche la luna pareció danzar con la tierra y el sol, como un ritual de luz y gravitación cuyo efecto es la calma de hoy. Acaso no sepan cuánto incitan. Nos desmoronan sus picos. Chirrían.

   Desciendo en los razonamientos y parezco entrever qué ha venido a palpar las cutículas frágiles de mi pensamiento, por qué me recubre una lábil película de saudade y cómo he podido sentir la eternidad suspendida en mi aposento. Innominarte y que no seas sino una forma de nostalgia. Que no somos sino migas de imágenes. Que no son los pájaros ni es tu aura imprecisa. Sino que ha sido esa impresencia fugaz, mortecina y silente del advenimiento, como un simulacro interior de la vida que transmigra.
Imágenes: Variaciones cromáticas de "Incisión de la luz". 
Fotografía digital. 2018