Un silencio impregnado de sonoridad



La introspección de mi padre es un silencio impregnado de sonoridad, en la oscuridad lacerada apenas por esa luciérnaga de escarlata perenne manchada de alquitrán, en la noche silvestre que llega a dar al mar.
Su hamaca es una balsa de rechinido grave, como ayes atormentados que hienden el estero amargo de su meditación dolorosa; ayes acompasados como una marcha eólica que lo devuelve al eterno retorno de su naufragio.
Ha preferido quedarse inmóvil y callado, como un tronco quemado y humeante en mitad de los trasgos susurrantes de su tribulación, entre el coro monstruoso de sus animales ­–fauna que lame la rotación de ese planeta empolvado y abrasador.
Cuánto silencio resuena en el oleaje de sombras que pega en su rostro. Cuántas voces se encubren en la oquedad de los muebles que no se llevó mi madre. Cuántos juguetes se oxidan como fosas de hijos que devoró la ciudad.
La introspección de mi padre es una mortandad estentórea de pensamientos que callan con la voz tempestuosa de las gotas, con los rechinidos de los zancudos, con los chillidos de las aves, con los bramidos de los sementales o el martirio gemebundo del mar. Una mortandad de pensamientos resonantes del "hijo sin padre", del "padre sin hijo", del esposo recalcitrante abatido ahora por la precisión de sus máximas.
La introspección de mi padre es un oratorio de silencio sonoro, un templo que arde en la ruina del cuerpo, un sendero al infierno de la religiosidad ascética de quien se retira a la selva de los pensamientos.