Llego a casa y ni siquiera enciendo la luz
Llego a casa y ni siquiera enciendo la luz, como un instinto de introspección que reitera mi pertenencia a las sombras… Y en el silencio, y a solas, fluye la penumbra como si fuera una atmósfera. Y así, con las luces apagadas, el silencio es un gas a punto de volverse sólido, una pantalla etérea que refulge en la oscuridad, donde se proyectan tenuemente los colores de esa ausencia: sus pasos de niña al recorrer toda la casa, como una coreografía dinámica de voces propicias, risitas y algazaras, quisicosas y conversaciones lúdicas de un mundo pequeño construido por muñecas, juguetes de tela y una canción.
Llego a casa y no enciendo las luces. Así me adentro a consumir otra espera. Me recuesto en el sillón y lo advierto: he andado toda la casa y he dispuesto las cosas sin haber encendido las luces, entonces admito que esa presencia es mi luz… Entonces deploro mi insuficiencia.
Ahora saldré a la ciudad, como si alguien le hubiera arrancado un pedazo. La luz de allá afuera se escurre en mi saco, se incinera en mi cabellera y se oscurece en mis ojos.
Ahora saldré a la ciudad, como a un dédalo de calles señeras.
Ahora retornaré al mundo de esta ciudad, adonde conocí esa tribulación en calma que se llama belleza.