LA CABELLERA AZUL DEL MANICOMIO. De la serie "Manicomio de locuras púrpuras"
La cabellera azul del manicomio, donde duermen los gatos de estropajo, huele a esa luz de los insomnios adonde llegan a varar todas las hojas. Mientras tanto, el desayuno llega de noche como un columpio, cuando la adolescencia se sienta en la ventana a escuchar el piano de Beethoven pensando en qué color tiene la muerte. Las alarmas de los coches son un vestido extemporáneo, porque las calles no conocen este patio donde juegan en silencio la llovizna y la tristeza con su piel de nube. La cabellera púrpura del horizonte se mueve como una mano que despierta, tiene manchas de bebida, de hierba gris y musgo transparente. También huele a pintura aquí en el patio, es un olor que conocemos como el de nuestras lágrimas. ¿Cuándo fue que nos volvimos espantapájaros? Alguna vez hubo alegría pero ahora esta tarde ya no duerme. Todo pareciera extraño, pero así ha sido siempre. La paleta es un ocaso con días nublados prematuramente. Así es el vals en este patio, en este manicomio vespertino sin voces en el árbol ni juguetes sobre el pasto. Los domingos vienen niños a cantarnos algo, a preguntar qué significa lo que hemos dibujado; traen el sol entre las manos y lo dejan sangrando en un florero, pero cuando se van se pudre y luego llueve, como ahora. Las gotas caen densas, se revientan como piedras, como pupilas que alguien arroja desde el último balcón. Y luego el rostro en la ventana. Se asoma solamente cuando llueve. ¿Cuántos la hemos visto? Ahora todos somos cómplices. Platicamos en silencio, como animales de distinta especie. Hay alguien que mira fotos, siempre diferentes. Hay alguien que destruye todo, no termina ningún lienzo porque los rompe; sólo se tranquiliza cuando mira en la ventana que ha llegado el rostro; pero se esconde. Lo ve a escondidas, tras el árbol. Siempre hay un color distinto, pero todos con el mismo aroma. Una silla mecedora donde la soledad se enrosca con una revista vieja. A veces vuelan hojas. Alguien lloró más de una vez con ese espectáculo. Después llega la cena, temprano, como una macetera que alguien carga entre las manos y que pone sobre la mesa a donde nos sentamos a mirarla en silencio, como a la niña del rostro, la que se asoma cuando llueve. A veces nos ponemos máscaras, damos una vuelta en bicicleta alrededor del patio, pero casi siempre trabajamos, con pinceles que ya tienen nombre. En general estamos solos. Nos sentimos solos, nos sentamos solos, porque ella no sabe nuestros nombres. Alguien dijo que esa ocasión será la última, cuando sepamos nuestros nombres. Nadie se ha atrevido a inventarle uno, es una manía que no tenemos los solitarios porque sabemos que nada es falso, el vacío es real y la soledad es algo. La cabellera sepia del manicomio tiene un olor extraño, como el café con pan que comí de niño...