SUPPERCHILD

En el comedor, a la hora de la cena, había un ruido de platos y una ensoñación fantasmal. La voz arqueológica de las matriarcas se quebraba al impactarse en el silencio lapidario de los viejos y su fractura expandía una repugnante onomatopeya hasta licuarse en el sonido caliente del chorro que caía dentro de las tasas. En la ventana la rama tenía una mano cuyo dedo macilento me decía, con la parsimonia de quien vive en un mundo de difuntos: “Ven, aquí en este patio caminan espectros”. Entonces comparaba el ofrecimiento con cada gesto y detestaba el tufo a superstición y anquilosamiento que caía con las babas de los comensales. Todos estos pensamientos eran mi parte al ser obligado a callar por no tener la edad suficiente para espetar necedades como cualquiera de esos parientes que nacieron anticuados y con olor a fotos viejas. La mermelada se volvía el coágulo de sus yugulares y la mantequilla azucarada el desuello de sus papadas rasuradas y rasposas hervido en agua láctea. Me retiraba del comedor muy correctamente y en vez de ir a vomitar acudía al patio donde me esperaba el árbol del que fui colgando a cada uno de esos cuyo nombre de álbum repetía al declamar su condena hasta escuchar el último estertor.
Quizá no sea casual que ahora quiera ahorcarme de esa misma rama; acaso un niño me vislumbre entre el vapor de su merienda y me profiera su veredicto en vez de expeler su náusea.