CLAMIDIA

No obstante, Clamidia naufragó durante calendarios completos de cualquier civilización en la mar paralítica de la meditación humana, pero se recuperó al oír el cristal irreversible de un vaso que alguien tiró por no servirle de telescopio. La negritud de su atuendo se atragantó de galaxias bebedizas en las inmediaciones del bar. Los demás musitaban a gritos y pedían copas. Clamidia era náufraga y conoció cientos de ocasos. Clamidia, taciturna como sus versos inversos, escarapeló postales teñidas en su pensamiento, donde la temperatura crepuscular se volvió parte de su fisiología entrópica. Clamidia, con voz fanerógama, auscultó la cérvix lunar sin más pretensión astrológica que la de una instintiva propensión erótica. Alrededor había sombras corpóreas, también disfrazadas de plástico negro, dispersadas por sus propios vestigios de indiferencia. Consumían charlas monógamas, un tanto cítricas y cicatrizadas. Clamidia, entonces, tragó el mundo mediato a partir de un bostezo descomunal, estentóreo y prolongado. Engulló la historia de un solo bostezo y se descubrió desierta. Clamidia no pudo desovarlo todo en su vaso desechable, así que obturó el unicel y desperdigó las bolitas, como la mejor de las nieves artificiales. Clamidia, por lo tanto, recordó que debía volver a clases de Polución Cutánea… Pero el mundo había sido engullido; su bostezo big bang, o big crunch, según la perspectiva en turno, aún concebía estaciones climáticas. Clamidia se puso astral, digna de nuevas aseveraciones. Fue así como surgió esa pinta en el baño, la que estaba junto al espejo, sobre el lavabo. Clamidia, pues, se puso filosofemática, con clichés de anacoreta.


Su naufragio podría ser la descripción del mundo vuelto a crear.