Queen Kong



Aquella chica recortó su cabello, antepuso un nombre de varón al nombre de mujer que le adjudicaron desde niña, se le cambió la voz y se cambió de sexo…
    —No como cambiarse de carril, en una calle cerrada de doble sentido; sino como experimentar un vuelco, donde la sujeción se disloca…
    —¿Es cierto eso que estamos oyendo? —Pregunta mi profesora mientras escande lactosa en su café, a la vez que suspende las tachaduras que escanciaba en mi propio texto y dice “no”, con un gesto rotundo, al ofrecimiento de sobres con diversidad de edulcorantes para cada religión ortonutricional que le hace el muchachito —si no es que niño— de algún origen indeterminable, quien nos atiende acomedidamente en la cafetería privada de la biblioteca pública.     
    —¿Es cierto? —insiste la profesora, quien renunció a volverse una historiadora decimonónica connotada –no solo porque lo suyo no sean ni el 68 ni el 69, ni porque lo suyo sean los de 19– para acabar haciendo cátedra autobiográfica sobre exilios y transterrados –aunque lo suyo, lo suyo, sean efectivamente los del XIX.    
    —En qué capítulo vivimos ahora —exclama, mientras sorbe el café y vuelve, con su tonalidad sudamericana que no perdona aun al haber llegado a esta frontera última entre el Sur y el Norte cuando apenas tenía tres años, según las memorias que nos solía recitar en los seminarios de Teorías del Cine y Exilio Latinoamericano.
    Más que ver la noticia de un cóctel de trasuntos legales con sólidos fundamentos académicos y una carta de adiós al amor con sólitos aparejos místicos, en voz de su protagonista rodeada de novedades editoriales, parece que estamos ante la receta innovadora de un brebaje, tónico y antioxidante, en algún programa de cocina sofisticada y sofística.
    Más que estar mirando a otro superhéroe enlistarse en la guerrilla de los museos neopostranstemporáneos, al quitarse y ponerse la máscara mientras delata condescendientemente sus superpoderes, parece que mi profesora tanto como yo nos inadvertimos admirando a un aliado fraterno, un heroín de la deconstrucción de sí, si no es que a otro vendedor de experiencias pulsátiles adaptable a nuestros contextos estereopolíticos.
    Y mientras avanza en sus argumentos, la escapatoria multitarea (multitasking, dirán otros) nos amuebla de ecos:
    —¡Ya no importa descubrir quiénes somos sino cómo dejar de serlo! —espolea frente al espejo el espectro de otro gran acróbata del redescubrimiento. Su semblante icónico aparece ahora en los altares académicos, traspuesto entre afiches del comandante Che Guevara y del subcomandante Marcos. El altar académico es una transmisión de Youtube, con subtítulos en popoloca, que alcanzo a entrever en la mesa de al lado gestionada por otro chico de género indeterminable con aspecto de hacker friki, seguramente estudiante de filosofía del diseño mediante mangas y ánime. La expresión nasal resuena fantasmagórica, pero no como la filosofía descabellada de un filósofo decapilado, sino como algo más que una teoría grávida de historia. Es en esa teoría alterna donde reaparecemos dubitativamente acorralados en un juego de intercambios, un enjuego donde se consumen los tragos deseados y se consuman los trasgos de los deseos. Como entrecruces de voces que ahora alteran el mediodía sabatino de nuestro minúsculo espacio.
    —Ser transgénero en todos los órdenes: étnicos, etarios, de clase y de sexo. ¡Atreverse a perder la identidad deconstruyéndonos! ¡Conjurar la verdad que nos dijeron! ¡La verdad!¡Esa con que nos jodieron!
    —¿Aunque ello nos haga reaparecer en el centro? La periferia, dónde está ahora. Oh no, otra pérdida de centro —pareciera rapear sincrónicamente una imagen del célebre afiche de Munch renovado en un meme que proyecta ahora la minúscula pantalla de retina donde hace unas milésimas de segundo manoteaba Foucault.
    Vuelvo a la tele y aquella ex-chica, entonces, no luce precisamente como algún maniquí del Frankestein esperado en los salones art deco-loniales para reinstalarlo en las galerías retropostprehispanicsiders. Pero eso, además de ser el sustento de las fotocopias conspiradoras sugeridas por mi profesora, en dónde más importa.
    —Pareces alguien normal —le dice la muchacha afrocatalanaparlantedescendiente que lo entrevista.
    —¡Siempre he sido alguien normal!, solo que ahora luzco varonil, blanco y europeo (“Y guapo”, habría agregado Melena Puñetosca en estos patios trasteros).
    —Además de hablar así —me recalca la profesora—, como todo un gran intelectual que reporta los avances de un experimento.
    —¿Otra vaca que pasta en los potreros sacros del conocimiento?
    —No. Otro hombre que coquetea con la chica negra e ingenua.
    —¡No! Perdóneme, pero no. Un hombre aliado y fraterno. Un hombre nuevo y universal.
    —No, no y no. Un hombre más, monstruo de la testosterona.         
    —No. Para nada. Un hombre apreciable y justipreciado en los tests de la teoría Queen Kong.
    …Entonces, mientras ella sorbe el café, tibio y blanqueado, atisbo de soslayo el engargolado barato de mi mamotreto depuesto a estas horas de la cita adonde mi profesora había llegado con el tiempo limitado para comentar mi dilatada tesis de posgrado.         Así, perdida ya la noción del tiempo exacto, de entre los archivos de mis edades emerge la evocación concreta de los últimos días de la prepa, aquel 94, en las tierras ajenas que me vieron crecer, cuando el Sup me rechazó en las cañadas de la selva con la orden de irme lejos, a hacer la guerrilla en mis propias trincheras.
    —Pero, ¿cuáles!
    —Descúbrelas por ti mismo. En las artes. En las esferas académicas…
    Teoría ficción, sin embargo.
    

Rola: The Professors,"Foucault Funk: The Michel Foucault Postmodern Blues", EE.UU., 1997.