e s p e j o




“Descubrí que lo que había deseado toda mi vida no era vivir —si se llama vida a lo que otros hacen—, sino expresarme.”

Un tal Henry


Extraña manera de arrostrar a un dios, el dios del espejo —obtuso, perplejo—. Sentir que los otros se apelotonan sobre tu cabeza —los otros que te conciernen—. De qué biografía remota provienen sus espectros.

Abstraerse. No. Detener el pensamiento con la imagen obsesa de los pies sumergidos en el agua —cálida, clara— como el modo único de volver a sentirse vivo, libre.

Vociferar poseído y descubrir el silencio... Los dioses no se pronuncian, se manifiestan. Las significaciones magníficas se revelan en los signos minúsculos. Las cosas no están allí para respondernos, sino para adjudicarles sentido, el cual aparece tras su extrañamiento, aunque se diluya pronto. Ningún sentido permanece. La dilucidación es un destello.

Obtuso, perplejo, se asoma el dios del espejo.

Sumergir los pies en el agua, arrastrarlos en la arena, sentir la incisión de las piedras. Ataviarse de blanco, o de negro, y no parecer un hombre común. Evocar a los hijos y entender que se hubiera preferido no ser niño, sino haber nacido adolescente, para increpar a la gente, gritarles con rabia y acatar la soledad, ofrendarla.

Sumergir los pies. La imagen del agua cálida y clara se enturbia. Hundirse completamente, emerger como un resto, sobre la mar donde flotan todas las cosas rotas que cargamos adentro.

Extraña manera de arrostrar a un dios y de sentirse roto, como el espejo.

Imagen: "Destierro, 1998-99", de la exposición Tania Bruguera: Hablándole al Poder, Muac, Méshico, 2018. 
Fotografía digital